Por Sergio Mejía

El otro día una de mis vecinas, una señora más o menos joven que me saludaba amablemente y con la que incluso alguna vez llegue a tener una conversación banal de más de 2 minutos (en 3 años de vivir en mi conjunto es el mayor tiempo de conversación sostenida que haya tenido con un vecino), me miró con verdadera ira y desprecio en sus ojos en respuesta a mi saludo al encontrarnos en la portería. Como no entendía ese cambio de actitud, le pregunté al portero por alguna pista (estaba convencido que se había filtrado el olor a ganja que dejé una hora antes de salir de mi apartamento). El portero en actitud cómplice me cuenta que lo que se había filtrado era el rumor de que yo tenía una revista pornográfica por internet, ante lo cual solté una carcajada, por un lado porque desde mi concepto BBYB está lejos de ser pornográfica, y por otro, porque no deja de ser hasta pintoresco el rechazo social e incluso repulsión que suscita en algunos la pornografía, el comercio del erotismo o el vivir abiertamente de la sexualidad humana.
Pues sí, vivir de la “explotación comercial de la sexualidad con total intención de lucro” tiene en general muy mala prensa y total desaprobación social. Uno de los sueños de mi adolescencia era emular a Hugh Hefner fundador de Playboy. Hasta donde he podido indagar no estaba solo en esa fantasía de mansiones, conejitas y farras de 3 días. Pero también entendí en ese entonces como ahora, que meterse con el tema sexual, el erotismo o la lujuria como razón del negocio (como pa’ no decir Core Business) también implica asumir el rechazo e incluso la estigmatización social y familiar. Aunque hemos evolucionado hacia una apertura mental sexual, el imaginario colectivo que se tiene de un empresario del sexo, llámese pornógrafo, proxeneta o taxista que recomienda prostíbulos, es más o menos la de un chulo explotador de mujeres, medio misógino, gordo, calvo y grasiento, de camisa brillante con solapa ancha y con la mueca típica del cocainómano de diario. Por un lado el cine y la tv necesitan de estereotipos qué vender y por otro es más fácil satanizar socialmente si enmarco lo que no apruebo dentro de una estética visual grotesca o repulsiva.
Pero, qué es lo que sustenta ese rechazo visceral hacia el hecho de lucrarse con el sexo? Si bien es cierto que el mercado del sexo tiene su lado feo y que vender sexo no es lo mismo que vender bonos de la Unicef, creo que la satanización de la industria sexual es injusta y como tantas cosas en este mundo, se basa en prejuicios y generalizaciones sesgadas. Pornografía y prostitución, según algunos, son manifestaciones de la misma explotación y violencia hacia la mujer y representan los principales demonios visibles de la industria sexual. Si bien es cierto que ninguno es exclusivo de algún género, la discusión tiende a centrarse en la posición asumida y determinada para la mujer y la mercantilización y degradación de su sexualidad. Debemos primero establecer una línea divisoria que separe la prostitución o pornografía legal, de otras vainas totalmente diferentes como la trata de blancas, la esclavitud sexual, la pederastia, la pornografía infantil o una violación. Y destaco estos, porque frecuentemente los opositores del porno y la prostitución tienden a equiparar el mercado del sexo con estos delitos sexuales que también, como la mayoría, rechazo con vehemencia.
Aquí hablamos de sexo consensuado, en donde adultos mayores de edad, con total uso de sus facultades mentales y de manera totalmente LIBRE, deciden mercantilizar su sexo bien sea ofreciendo su cuerpo a otro u otros, o prestándose para ser grabado o fotografiado en situaciones sexuales para su exposición pública. Entonces no hay coacción, no hay imposición, sino negociación y definición de acuerdos. Se tipifica un contrato sexual. El cliente y quien provee el servicio acuerdan las características, alcances y límites del mismo, sus costos y duración y si hay acuerdo se concreta el acto. Si no hay acuerdo, “todo bien y sweter, te llamo el taxi”. Si en el proceso se dan renegociaciones y se redefinen cosas, todo bien, mientras las dos partes estén de acuerdo. Nada muy diferente a ofrecer mis servicios de investigador de mercados a una agencia de publicidad y si me remito a mi último trabajo para una de estas fábricas explotadoras de la “creatividad”, quizá hubiese preferido ser una puta del barrio Santa fé, que está frente al traqueto de mando medio y con problemas de autoestima. Esos deben ser los peores cafres.
Pero bueno me dirán, “hombre como se le ocurre si quiera comparar la investigación de mercados con la prostitución y la pornografía, si en estas, lo que se vende es SEXO”. Si, con mayúsculas, santificado y pulcro. Una buena parte del rollo está en eso, en lo sacralizada que tenemos a la sexualidad humana y lo desprestigiados que tenemos al placer y al sexo. Aunque esto fue tema del anterior editorial, voy a traer a discusión dos argumentos esbozados en aquel escrito. Por un lado, al santificar el sexo estamos mitificando como sagrado algo que pertenece más a lo instintivo, y no por eso animal, del ser humano. Por otro lado, el placer merece recuperar su valor como factor equilibrador de la psiquis humana, en lugar de ser proscrito socialmente. No pretendo “bestializar” el sexo, pero tampoco podemos mitificarlo quitándole su carácter recreativo, lujurioso y casual, porque eso sí que sería deshumanizarlo.
Tampoco creo que sea acertada la sentencia de que quien se prostituye o como prepago o como actriz (actor) porno, esté “vendiendo su cuerpo” y que socialmente deba tener el estigma de “indigno” por esto, ya que finalmente el cliente, desde cualquiera de las perspectivas que se mire, no compra la persona, ni su cuerpo, ni su alma, ni su personalidad, simplemente contrata sus servicios, como le ocurre a un modelo, un narrador de partidos de fútbol o un boxeador. En este orden de ideas, no hay degradación si los involucrados están de acuerdo con las actividades en cuestión, sean del calibre que sean, o por sucias o por cerdas.
La realidad, nos guste o no, es que la prostitución se enquista cada vez más en nuestra sociedad, entrando de a poco en el cerrado núcleo de «la gente bien», haciéndose cada vez más frecuentes las «prepagos universitarias», estudiantes de reconocidos y conservadores centros educativos que optan por ganarse un billete «putiando». He hablado con varias de estas chicas como investigador y como cliente, y aunque seguramente no publicarían en su perfil de facebook que «prepagean» para pagar el arriendo del apto en Rosales y no le cuentan orgullosas a sus papás o a su novio cómo se lograron comprar el último Iphone o ese viaje por Europa, ven su actividad desde una perspectiva pragmática, como un «hobbie altamente lucrativo» que, si bien es cierto que es repudiado socialmente, se reconoce cada vez más como una opción de trabajo y sostenibilidad «fácil». La cosa es que más allá de las airadas voces que protestan por la degradación de los valores morales de la juventud, una prepago puede ganarse 5 veces más de lo que se gana una secretaria, solo con 2 horas de trabajo o un polvo al día y siendo su propia jefa.
No obstante y siendo honestos, la parte fea de la industria sexual es innegable. Hay mucha cochinada, violencia y estereotipos malucos, además de que la situación de intimidad sexual conlleva una gran vulnerabilidad psicológica. Pero esto no define el negocio del sexo, ni debería generalizarse sobre toda la industria. El que exista tanto cura malparido violando peladitos, no implica necesariamente que todos sean unos cacorros, ni que los obispos o el Papa dirijan una mafia de violadores pederastas, así sean unos encubridores de los pirobos que sí la cagaron y la siguen cagando. Entonces lo malo no es la industria sexual per se, sino algunas expresiones extremas, delincuenciales o hasta bizarras de esta.
La realidad del mercado del sexo es muy diciente. Solo en Internet existen 370 millones de sitios porno y cada día se suman miles más. Pronto se lanzarán los dominios con la extensión xxx, lo que promete una mayor expansión de la pornografía en internet, y también seguramente un mayor control. La prostitución no ha sido erradicada de ningún lugar de la tierra, ni siquiera en países totalitarios o extremistas religiosos, incluso bajo amenaza de muerte o encarcelamiento, y esto es porque, junto con la pornografía, son expresiones de la sexualidad humana, paralelas a la evolución de ésta y que según algunos la complementan y enriquecen. Por supuesto, requieren ser reguladas y controladas, tanto por los estados y la ley, como aceptadas y «normalizadas» por la sociedad. Con esto me refiero a que se les deje de considerar actividades oscuras e indignas, relacionadas con delincuentes o propias de mafiosos y mujeres esclavizadas o sin principios morales. Esto lo único que logra es rotular al trabajador sexual como una lacra social, protagonista de conflictos sociales relacionados con la vagancia, la violencia, el consumo de drogas y de enfermedades de todo tipo.
Incluso pronunciamientos recientes de la Corte Constitucional, son peyorativos y sesgados moralmente al descalificar como indignos a quienes ejercen la prostitución; «Para el Estado social de derecho la prostitución no es deseable, por ser contrario a la dignidad de la persona humana el comerciar con el propio ser…por ello la tolera como mal menor; es decir, como una conducta no ejemplar ni deseable, pero que es preferible tolerar y controlar, a que se esparza clandestina e indiscriminadamente en la sociedad…. Y va más allá en otro de sus apartes, al desconocer la protección laboral de sus actores…De ahí que no sea exacto presentar la prostitución como trabajo honesto, digno de amparo legal y constitucional, ya que ésta, por esencia, es una actividad evidentemente inmoral, […] Mientras el trabajo es promocionado por el Estado; la prostitución no lo es, ni puede serlo; es decir, no puede caer bajo el amparo de que goza el trabajo». (Corte Constitucional, Sentencia T-620/95 de 1995. Expediente T-52600). Pronunciamientos como éste de la Corte escandalizan por su moralismo y por que señalan acusatoriamente una actividad que para bien o para mal, ha estado presente con el ser humano prácticamente desde que nos establecimos en sociedades organizadas, desde la prostitución sagrada practicada en los templos/burdeles o «Kakum» de la diosa Istar en la antigua Sumeria, hasta las sacerdotisas/prostitutas o «heteras» magistralmente inmortalizadas en las pornográficas paredes de los prostíbulos de Pompeya.
Por otro lado, pretender esconder debajo de la alfombra fenómenos sociales como la prostitución y la pornografía es por demás ingenuo e inconveniente. La negación y descalificación del oficio, favorecen la explotación sexual y laboral, ya que abren el espacio para la marginalidad y desvalorización de los trabajadores sexuales, excluyéndolos del colectivo social, de su protección y de sus derechos laborales y ciudadanos. Y es esto lo que favorece la coacción, la manipulación y el abuso, tanto de clientes, como de intermediarios o proxenetas. Una prostituta, marginada socialmente por inmoral y rotulada casi como delincuente, no denuncia el abuso o el maltrato porque implica hacerse visible en una sociedad que la censura y rechaza, por lo que es fácilmente manipulada y extorsionada.
La prostitución voluntaria, como una forma legítima y ante todo socialmente VÁLIDA de trabajo, garantiza el reconocimiento de sus actores como “trabajadores (ras) sexuales”, con todos los derechos laborales que esto implica, facilita el control y reglamentación de las condiciones en las que trabajan las prostitutas y reduce los riesgos y la violencia a la que pueden estar expuestas. El impacto social sería igualmente positivo, en la medida que permitiría un acceso directo y permanente a poblaciones de riesgo con programas de prevención sexual, salubridad y capacitación sobre sus derechos humanos y laborales, mejorando sus condiciones de trabajo y entorno social y seguramente los indicadores e incidencia de enfermedades de transmisión sexual bajarían. Además un mercado sexual visibilizado, normalizado y aceptado como actividad empresarial, tributa impuestos que pueden ser reinvertidos en el mejoramiento de las condiciones de las personas dedicadas a dicha actividad y del entorno relacionado.
La visualización, control y acceso a programas de orientación funciona, como lo demuestran estudios sobre la prevalencia de enfermedades de transmisión sexual en grupos de riesgo. Según investigadores holandeses que publicaron su trabajo en el British Medical Journal en 2008, se presenta más prevalencia de enfermedades de transmisión sexual entre parejas que habitualmente intercambian y practican sexo grupal, o swingers que llaman, que en grupos tradicionalmente considerados “de alto riesgo” como las prostitutas. Las tasas combinadas de clamidia y gonorrea fueron de algo más del 10 % entre las personas heterosexuales, del 14 % entre los hombres homosexuales, de poco menos del 5 % entre las prostitutas mujeres y del 10,4 % entre los «swingers». Puntualiza la directora del estudio: “Mientras que otros grupos de alto riesgo, como los jóvenes heterosexuales, los hombres homosexuales y las prostitutas, son relativamente fáciles de identificar y tratar, los “swingers” son generalmente una comunidad oculta”. (Anne-Marie Niekamp, Universidad Maastricht. 2008).
Hay tres realidades en los países en los que se han «normalizado» la prostitución y la pornografía. Una es que parece aumentar la oferta, básicamente porque hay más interesados (as) en involucrarse en un negocio lucrativo, legal y abierto a la sociedad. La segunda es que disminuyen dramáticamente el proxenetismo e intermediarios metidos en el negocio, y por ende los abusos, ya que convierte al trabajador sexual en independiente o, con algo de orientación, en empresario generador de empleo; y la tercera es que las condiciones laborales de los trabajadores sexuales mejoran, por el riesgo que corren a ser denunciados los empresarios abusadores y por que dejan de ser una “comunidad pseudo invisible” y proscrita socialmente.
Una reflexión final; el mercado del sexo está presente y siempre ha estado en nuestra realidad social, nos guste o no. Aunque la prostitución y pornografía con adultos en Colombia no son un delito, son consideradas lacras sociales, actividades de por si «inmorales», según la Corte Constitucional, propias de maleantes y malvivientes. Aun a pesar del repudio social, prejuicios y actitudes persecutorias, principalmente de instituciones religiosas, prostitución y pornografía permanecen vigentes y se establecen cada vez más como una alternativa de ingresos y sostenibilidad individual y familiar. Abordar la situación sin actitudes prejuiciosas o moralistas, con la verdadera inclusión social de sus actores, sin pobretearlos como víctimas o discriminarlos como parias sociales, por un lado humaniza al trabajador sexual al otorgarle verdadero respeto como ser humano, libre y autónomo en sus decisiones y por otro, nos hace más consecuentes con la situación de estas personas y con nuestra propia realidad social. En la sociedad humana, mientras más negamos nuestras realidades, más nos exponemos a sus demonios.
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