Los cuerpos y el erotismo son construidos a través del lenguaje. Los usos y costumbres de una cultura determinan esa construcción. Una cultura como la nuestra, en la que hemos eliminado tabúes y hemos creado una apertura a la diferencia, nos permite jugar con las fronteras del cuerpo, con los bordes del erotismo. No se trata de un simple libertinaje, sino de una revolución en el interior de la sexualidad occidental, todavía ligada a creencias ortodoxas que limitan y desprestigian el valor del sexo y averguenzan el cuerpo: para ellos, los moralistas, debemos sentir vergüenza de nuestra desnudez, a lo que yo digo, nada más bello que el cuerpo desnudo en todo su esplendor. Tampoco se trata de una defensa torpe de la promiscuidad, del exhibicionismo o del voyerismo; se trata de posibilitar una cultura erótica en la que el gozo pierda ese sabor de culpa que siempre lo acompaña. Es una guerra frontal contra la doble moral que, so pretexto de una moralina desgastada y sin fundamento, hace de las suyas a escondidas del ojo público. Nosotros y nosotras, los que mostramos la cara, defendemos el gozo de la carne como nuestro ideal, nuestra bandera y hacemos de las posibilidades inéditas del cuerpo nuestra consigna de lucha.
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